Magia, pseudociencia y ciencia.
Una reflexión desde la Neurobiología (II Parte)
Por DrC. Jorge A. Bergado Rosado y DrC. William Almaguer Melián (Centro Internacional de Restauración Neurológica, CIREN)
El pensamiento científico es el cenit de la cultura humana
La Ciencia es un método valioso y útil, aunque no infalible, de poner a prueba las asociaciones que el pensamiento y la experiencia nos sugieren. Es decir, nuestras hipótesis. El experimento científico es la vía para comprobar si esa asociación imaginada es real y obedece a una relación causa-efecto (causal), o si se trata de una relación fortuita (casual). Las relaciones comprobadas por la experiencia son hechos, hechos científicos y una buena parte de la labor cotidiana del investigador es obtener evidencia confiable sobre la realidad de relaciones supuestas. O sea, establecer hechos científicos. Los hechos científicos convierten a la hipótesis en tesis, estas permiten la elaboración de teorías científicas, concatenaciones de ideas que aspiran a interpretar, del modo más simple posible, los hechos comprobados.
Las teorías científicas no son inmutables. Cuando nuevos hechos probados lo hagan necesario, las teorías se renuevan, se modifican o se sustituyen. Las teorías más sólidas y comprobadas se consideran leyes de la naturaleza, lo que tampoco concede perdurabilidad eterna.
La ciencia no es un dogma. No se impone, nada en ella es inmutable, nada en ella tiene pasaporte a la eternidad. Los científicos serios comparten este credo, pero también comparten su escepticismo, su duda metodológica, para aceptar como un hecho algo que no haya sido probado rigurosamente mediante la experimentación, empleando métodos y diseños apropiados. La ciencia no es, por tanto, un sistema cerrado, pero tampoco tan abierto como para aceptar como verdadera cualquier especulación seductora que no haya sido suficientemente probada.
Así hemos progresado. En poco tiempo, apenas cuatro siglos, la nueva Ciencia, armada de esta herramienta metodológica, construyó un colosal monumento intelectual: el de la Ciencia Moderna, donde la física se articula con la química, y ambas con la biología, que no requiere ya de fuerzas vitales, ni demiurgos, ni otros espectros porque es un proceso físico y químico.
La Ciencia Moderna permite viajar, sin solución de continuidad, desde el átomo hasta el organismo, desde la partícula subatómica hasta el universo. Puede que alguna pieza, de momento no encaje, pero ¿en qué disminuye un ladrillo rajado la magnificencia de una catedral?
Con la ciencia hemos construido máquinas y herramientas, hemos entendido las bases de la vida e interpretado innumerables enfermedades y las hemos prevenido y curado. La ciencia nos ha permitido comprender la naturaleza, y las aplicaciones de la ciencia (lo que llamamos tecnología) ponerla a nuestro servicio, aunque hoy la misma ciencia nos ayuda a comprender que no se trata de dominarla, sino de convivir con ella en armonía.
El cerebro predictor, la magia y la religión
Pero el pensamiento científico no es intuitivo, ni innato. Pensar y actuar científicamente no forman parte del acervo biológico de ninguna especie animal, sin excluir al hombre. Sin embargo, el hombre y los animales sí necesitan encontrar asociaciones útiles entre eventos externos, o entre acciones suyas y la ocurrencia de acontecimientos significativos para orientar más adecuadamente su conducta, sobrevivir y reproducirse. El Sistema Nervioso debe ser, más que un órgano de respuestas reflejas, un predictor eficiente que, en lugar de reaccionar ante los estímulos, los anticipe.
Las plantas no tienen sistema nervioso, no lo necesitan. Los animales de vida sésil poseen sistemas muy primitivos de respuesta, pero su modo de vida no requiere una función predictiva. Viven donde se asientan y su medio es relativamente estable. Por el contrario, para los animales que se desplazan, la predicción es fundamental. Solo así pueden sobrevivir y reproducirse eficazmente en un medio cambiante en el cual no solo existen, también se trasladan.
Los animales, aun los más primitivos, comparten con nosotros la capacidad del aprendizaje asociativo y lo que es más, los mecanismos moleculares que la sustentan tienen notables semejanzas en unos y otros. Nada tampoco tan sorprendente: la evolución conserva los mecanismos efectivos.
El aprendizaje asociativo es fundamental para las funciones predictivas del sistema nervioso. Según la teoría pavloviana del reflejo condicionado, el estímulo condicionado adquiere entonces la función de indicador o señal de que un acontecimiento relevante está por ocurrir y debe actuarse previsora y anticipadamente.
Otra característica común del aprendizaje asociativo en hombres y animales es que la relación predictiva, para que tenga real valor adaptativo, debe establecerse con el menor número posible de repeticiones. Ante un alimento desconocido, una rata comerá un poco de este. Si en las horas siguientes manifiesta síntomas de envenenamiento o intoxicación, no comerá jamás de ese alimento nuevamente. Un niño introduce una barrita metálica de su juguete en la ranura de una toma de corriente y recibe una descarga eléctrica que lo sacude. Nunca más volverá a hacerlo. Solo así es útil: pocas repeticiones. Si el niño para aprender que no debe introducir objetos en los tomas de corriente necesitara repetir la acción muchas veces pondría su vida en gran peligro. Aprender con un requerimiento mínimo de repeticiones, de lo contrario no sería efectivo ni útil.
La contrapartida negativa es que la probabilidad de establecer relaciones falsas entre eventos no vinculados causalmente y creer que una simple coincidencia encierra una relación que no existe, es bastante alta. El alimento que probó la rata y los signos de intoxicación que siente después pueden no estar relacionados. Un investigador inyectó a la ingenua rata una pequeña dosis de cloruro de litio que produce síntomas leves de envenenamiento. El alimento nuevo no encerraba ningún peligro, pero la rata no volverá a probarlo jamás. Ante las alternativas de morir joven por lerdo o morir de viejo creyendo en algo falso, la selección natural, obviamente, privilegió la segunda. El resultado es lo que podríamos considerar una mentira piadosa biológica.
Un ejemplo sorprendente de estas falsas asociaciones fue el resultado de estudios de conducta en palomas, realizados por el psicólogo norteamericano B.F. Skinner en los albores de la Psicología Conductual. Las palomas fueron entrenadas a recibir una recompensa, alimento, cuando presionaban un botón con el pico. Lo que se ha dado en llamar condicionamiento operante: hago esto y sucede aquello. De repente, la acción dejó de producir la recompensa (por decisión, claro está, del investigador).
En estas condiciones la respuesta se extingue, es decir, luego de varios intentos sin recompensa, la paloma deja de presionar sobre el botón, algo también muy útil para evitar la perseveración de acciones que han perdido su valor. Pero ¿qué sucede si de pronto, el aparato comienza a dar recompensas al azar? Curiosamente la paloma comienza a asociar acciones propias con la recompensa. Por ejemplo, si de modo casual ocurre que poco antes de que se presente la comida la paloma volteó la cabeza a la izquierda, bastará que ambas acciones coincidan solo un par de veces para que la paloma comience a voltear reiteradamente la cabeza en el intento de obtener la recompensa. Skinner llamó a este fenómeno “superstición conductual”.
Los mismos principios pueden conducir a las personas a establecer relaciones falsas. Si a Ud. le duele el estómago por un resfriado transitorio y un buen vecino le ofrece una tisana de hierba de guinea y poco después su dolor se alivia, quedará Ud. convencido, de una vez y para siempre, que el cocimiento de hierba de guinea alivia los dolores de vientre. El mecanismo es fuerte y funciona lo mismo para el más primitivo hombre de Cromañón que para el más docto profesor universitario.
Nótese que en todos los casos lo fundamental y decisivo es que la asociación funcione, o parezca funcionar. Obviamente, ni la paloma ni la rata intentan explicar por qué esa comida es dañina o por qué oprimir el botón dispensa un bolo de alimento. El hombre tal vez lo intente, puede que incluso lo necesite, pero no es imprescindible; las apariencias pueden ser, y con frecuencia lo son, más convincentes.
El agricultor primitivo no podía entender por qué la luna influía en sus cosechas; al profesor universitario quizás le gustaría conocer qué hay en la hierba de guinea que le hizo mejorar, pero no saberlo no le restará confianza en su “cocimientito”. Puede que ese mismo profesor, siendo muy racional y crítico considere otras opciones posibles: sus mecanismos fisiológicos de defensa estaban actuando y es a ellos a quienes debe su curación; es más, puede que la hierba de guinea lejos de curarle haya retardado el proceso ya en marcha, pero la impronta de la asociación cocimiento-mejoría se quedará por siempre en su memoria.
Cuando estas asociaciones se hacen muy fuertes, se convierten en convicciones, algo en lo que se cree, un motivo de fe. La fe parece un atributo esencialmente humano aunque también aquí podemos encontrar antecedentes en el mundo animal.
Un modelo de aprendizaje, muy empleado en roedores de laboratorio, consiste en ponerlos dentro de una piscina circular llena de agua fría (digamos 21 grados centígrados) que tiene oculta bajo la superficie una plataforma que no puede ver, pero que le permite a la rata escapar del agua. Las ratas son excelentes nadadoras, pero detestan el agua fría, de modo que si mantenemos la plataforma siempre en el mismo lugar y existen puntos de referencia estables que le permiten orientarse adecuadamente en el espacio (es decir, mientras juguemos limpio) ellas aprenderán, en pocas repeticiones, a localizar la plataforma y escapar del agua. Una maniobra importante para medir la fuerza del trazo de memoria que se forma en el cerebro del animal consiste en realizar una última prueba en la cual se retira la plataforma y se mide la cantidad de veces que el animal cruza por el sitio donde aquella había estado (es la parte en que jugamos sucio).
Las ratas que han aprendido bien pasan varias veces por ese lugar. Pasan y de inmediato se dan vuelta, y vuelven a cruzar, y la ansiedad y perseverancia que evidencian en su conducta parece decir: “¡caramba!, ¡yo estoy segura de que aquí había una plataforma!”. Un elemental y primitivo “acto de fe”.